EL MAYORDOMO
1970. Harold Prince.
(Something for Everyone)
Recién
adquirida en formato DVD, la película nos trae gratos recuerdos del Cine
América, cuando proyectaba las películas de la Fox y Columbia, por un acuerdo
con las salas independientes, derivado de un conflicto contractual con los
cines oficiales. Fueron los tiempos del Río 70 y Cuauhtémoc 70, que se
encargaban de los grandes estrenos o de las cintas más comerciales. En el Cine
América llegaban producciones consideradas “menores”, aunque, en realidad, eran
verdaderas joyas (“Decadencia y caída”, “Serafino”, entre muchas otras), como
la que ahora comento.
El joven
Konrad (Michael York) llega en bicicleta a Ornstein, en Alemania, a mitad de
los años sesenta. En una taberna conoce al mayordomo del castillo del lugar y
le comenta que busca trabajo. El hombre lo lleva con la condesa Von Ornstein
(Angela Lansbury), quien le responde que no tiene recursos para otro sirviente.
Konrad, entonces, planea el asesinato del mayordomo para ocupar su lugar y, ya
en el puesto, seduce al joven hijo de la condesa, Helmut (Anthony Higgins),
además de provocar el despido del jefe de sirvientes que le había amenazado con
correrlo al descubrir sus intenciones con el joven conde. Más tarde, Konrad
seducirá a la hija de un matrimonio de nuevos y acaudalados ricos, que desean
comprar el castillo, asunto prohibido por ley, por lo que planea casar a Helmut
y a la hija de este matrimonio: el dinero de la joven servirá para restaurar el
esplendor Ornstein y el castillo pasará a manos del matrimonio por este nuevo
parentesco. Todavía ocurrirán otras cuestiones, seducciones, accidentes,
chantajes.
Como
puede notarse, estamos ante el retrato de un ser monstruoso y amoral que juega
con la gente que se interpone en su camino. Juventud y apostura son los medios
para la fácil seducción. La falta completa de emociones y sentimientos le lleva
a disponer de vidas y cuerpos sin remordimiento, sino como fines para alcanzar
sus propósitos. En ningún momento, el espectador siente que el joven Konrad ofrezca
calidex, sino carnalidad. Sus únicas expresiones serán de temor ante ser
descubierto, por lo que deberá de tomar decisiones extremas y rápidas para
evitarlo. Comedia negra que muestra a una sociedad fría, resultado de las
consecuencias de la guerra, todavía renegando del nazismo que les empobreció (o
del cual participaron) y que ahora es parte del estigma nacional. La novela
original (“El cocinero” de Harry Kressing, un autor norteamericano que vivió en
Europa) sucedía en terrenos británicos. Konrad era un joven alto y delgado que
llegaba con sus recetas al trabajo. El cambio de locación y de idiosincrasia permitió
esa atmósfera de frialdad y oportunismo, de cinismo e hipocresía, por lo que la
cinta ganó en veracidad y justificación.
Konrad
descubre secretos y los utiliza para su provecho: la homosexualidad oculta,
aunque perceptible, del joven Helmut permitirá seducirlo y tenerlo bajo su
control. La amenaza del jefe de sirvientes queda anulada al enterarse de un
pasado nazi, por lo que la fácil solución será la denuncia a la policía. La
relación, como chofer, con una familia vulgar (las mujeres utilizan joyas
desmedidas; el hombre organiza picnics con caviar y champaña) le llevará a
seducir a la hija, sometida y reprimida en su sexualidad. Así, el joven Konrad pasará
de cama en cama, siempre pensando en sí mismo, aunque, como toda buena comedia
negra que se respete, habrá un giro de tuerca, una sorpresa inevitable para
este tipo de personaje que teje su telaraña para terminar envuelto en ella.
Estamos
en los tiempos cuando la permisividad era mayor. Ya no había problemas con
desnudos (aquí no hay, solamente York aparece con una trusa pequeña), ni el
tema de los besos homosexuales era prohibido. Si en 1968, el maestro Pasolini
había mostrado a un hombre muy bello, como ángel de justicia y conciencia, que
se apoderaba seduciendo a los miembros de una familia burguesa para condenarla
a un infierno en vida (“Teorema”), acá estamos en las antípodas de esa tesis:
nuevamente es el hombre atractivo que se apropia de las voluntades de una
familia aunque solamente sirva para acentuar su propia decadencia: el interés
se convierte en trampa. La finalidad material se cumple, creando una cárcel.
Harold
Prince, formado en los escenarios de Broadway como director de las puestas
originales de “Amor sin Barreras” o “Cabaret”, por mencionar dos, debutó como
director de cine con esta comedia negra, utilizando el guion de Hugh Wheeler,
novelista de misterio que había publicado bajo el seudónimo de Patrick Quentin,
por lo que la cinta asimiló los elementos de crimen en una manera equilibrada.
Para ser su primera cinta, Prince demostró dominio de su sentido de
espectacularidad: hay una escena donde Konrad está en un sillón, rodeado de
velas, soñando en un futuro de riqueza y autosatisfacción que resulta bellísima
y majestuosa.
Michael
York había debutado en un rol secundario, pero importante, en “Extraño
accidente” (1967, Joseph Losey) y obtuvo importancia gracias a “La fierecilla
domada” (1967, Franco Zeffirelli), que le llevó al Tibaldo de “Romeo y Julieta”
(1968, Zeffirelli), “Alfredo el grande” (1969), “Justine” (1969), hasta llegar
a este rol estelar en la que era su décima película. De gran personalidad, con su nariz aplastada
y un cuerpo muy delgado, pero bien formado, además de una voz peculiar que
recordaba al elegante James Mason, York alcanzó su posición en el cine.
Vendrían otros títulos importantes (“Cabaret”, “Los tres mosqueteros”, “Fuga en
el siglo 23”), pero dentro de los roles secundarios o característicos. Aquí
resulta fenomenal y muy convincente en las artes de la seducción.
Por su
lado, Ángela Lansbury, actriz destacada en cine, teatro y comedia musical,
había llamado mucho la atención como la Sra. Iselin, la perversa y ambiciosa
esposa de un político y madre terrible del frágil Laurence Harvey en “El
embajador del miedo” (1962, Frankenheimer), que le daría la nominación al
Óscar, por lo que aquí repite otro personaje oscuro, cuya carnalidad surge
accidentalmente, al despertarse emociones largamente dormidas, cubiertas por
esa capa de frustración económica que ha quedado atrás.
“El mayordomo”, cinta que en su momento no obtuvo la taquilla esperada, quizás porque se adelantó a su tiempo, tal vez porque quienes la merecían no la encontraron, y aquí, en México, definitivamente por la escasa difusión y limitada distribución (la clase acostumbrada a los cines de lujo no iba al América, solamente los bendecidos por la cinefilia sin barreras). Más de cincuenta años después ha catalizado la reacción inmediata de los recuerdos embarullados en la memoria.
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